06:20 de la mañana, un cierto acongojo se apodera de nosotros cuando nos acercamos a visitar el Santo Sepulcro. Bajamos serpenteando por las angostas calles desde Casa Nova, y sientes un magnetismo electrizante, especial, que te atrae, pero que pesa sobre tus hombros.
Al llegar a la pequeña plazoleta ante la cual se abre la puerta del Santo Sepulcro, solo se oye el silencio de esta hora de la mañana.
En silencio, y diría que algo confundidos, cruzamos el umbral de la puerta... Cuando se acostumbran nuestros ojos a la oscuridad del interior, descubres una losa de marmol que descansa en la entrada del Sepulcro, es la piedra de la unción sobre la que colocaron a Jesús después de bajarle de la cruz, para cubrirle con el sudario antes enterrarle.
A la dereha, el Gólgota; a la izquierda, el Santo Sepulcro.
Es diferente a todo lo que hayas imaginado. ¡El Gólgota y el Santo Sepulcro dentro de las mismas paredes!
Accedes al pequeño y estrecho Santuario que cubre el Sepulcro, de rodillas y de lado te postras.
Un cierto sentimiento de culpa, de congoja, tal vez de angustia, son sentimientos confusos que se apoderan de ti y recuerdo la frase: "Señor no soy digno...".
Tal vez esta expresión es la que más se acerca al sentimiento que te embarga en estos momentos.
No te sientes digno de estar, de pisar, de respirar; el mismo aire que respiró hasta que exaló el último suspiro; de pisar el mismo suelo que pisó antes de que le clavaran en la cruz;, de estar en el mismo sitio en que el estuvo, sufriendo primero, muriendo después y resucitando al cabo de unas horas.
Nunca antes, como en el Santo Sepulcro había sentido lo que allí sentí.